16 de octubre de 2010

Espejos rotos - Cuento corto



Ella lo sabía. Sin saberlo.

Se colocó su bata aterciopelada, que acariciaba su piel como los dedos tímidos de un amante nuevo. El color escarlata quería revelar su pasión, pero su rostro aniñado era un contradictorio quejido que confundía, despistaba a la presa. Su boca de carnosos labios y atractivo color dibujaba una pequeña sonrisa en su rostro que acentuaba sus rasgos aniñados. Sus grandes ojos marrones brillaban. Brillaban aún con esa tierna inocencia propia de las criaturas. Con esa ingenuidad absurda propia de los tontos.

Sus manos de delicada piel blanca jugaban con su sedoso cabello rizado, largo y brillante. Toda ella era una invitación a la perversión, con sus maneras delicadas pero llenas de seguridad, con su pose seductora y su expresión inocente, al sonreír, al hablar, al moverse. Era la encarnación del deseo de pervertir lo más puro, de llevar hacer conocer el éxtasis a una mente que nunca antes experimentó esa sensación.

Caminó lenta e insinuante hacia la ventana, como una felina en caza. Contempló la noche a través de los pesados cortinajes. Esa noche lejana y engañosa, con ese disco plateado coronando todo. La fresca brisa nocturna se introducía furtiva entre los pliegues de su bata. El escalofrío le recorrió la espalda y lanzó un sonoro suspiro. Al momento en que cerraba los ojos unas manos curiosas se interponían entre su bata y su piel. Fuertes, dedos largos, piel cálida. Recorrían su cuerpo con dulzura, explorándola entera, acercando su propio cuerpo al de ella, haciéndola suspirar, extraviándola en un mar de sensaciones.

La bata cayó al piso, al igual que su voluntad. El contacto se hacía más intenso, las palabras en apasionado susurro llegaban a su oído como una grabación que se repetía una y otra vez. Abrió la boca y un gemido nació de su garganta, mientras su rostro de niña delataba una mueca de placer que la hacían ver como una verdadera mujer. Su blanca piel destacaba con la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas, haciéndola brillar con las perladas gotas de sudor que cubrían su cuerpo.

El ritmo, la tensión, el ardor, la pasión. Todos aumentaron a un tiempo. Su mente terminó de perderse y su cuerpo solamente era consciente de ese temblor de placer. Con la intensidad sus piernas perdieron el equilibrio y trató de sostenerse para no caer. Pero sus manos solamente hallaron un espejo y con él se vino abajo completamente. El estrépito sonoro la devolvió a la realidad. Sintió frío y calidez al mismo tiempo. Dureza y suavidad a la vez.  El piso que hacía estremecer su cuerpo. Un líquido rojo que se sentía cálido. Se encontró con su reflejo en los trozos del espejo roto. Se encontró con su mueca de estupor, con su mirada de angustia.

Se encontró con que su soledad era lo único que había estado siempre presente. Que todo había estado siempre en su mente.

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